Pocas
veces se han analizado tanto los pormenores de la vida de una víctima de
homicidio y pocas veces un caso ha derivado en los hechos más disparatados,
insólitos y novelescos que puedan imaginarse. El crimen de la calle Suipacha
hizo correr ríos de tinta y despertar la viva imaginación a más de uno que aprovechó
el crimen para tener sus cinco minutos de fama.
A
Pastor Castillo lo encontraron muerto en el dormitorio de su casa de Suipacha
836 en mayo de 1901. Alguien (o quizás varios) lo había asesinado de una manera
brutal. Y ya desde el primer día empezaron las investigaciones…y las
conjeturas.
Castillo
de por sí había sido una persona singular. Hombre de excelente posición
económica, se vio atacado en los últimos años de su vida por una obsesión que
no le dejaba vivir: un irracional temor a ser envenenado. Este temor terminó
alterando su ritmo de vida y relaciones con terceras personas ya que todo el
mundo se convertía ante sus ojos en envenenadores potenciales. Dicha situación
provocó un desfile de personal doméstico en su casa que nada duraba,
desconfianza hacia los comercios donde adquiría alimentos y el fin de su
matrimonio con Fermina Reynoso.
Los
sospechosos del crimen no tardaron en aparecer y los hubo de todo tipo: un tal
Baldomero Llort, conocido de Castillo, que tenía antecedentes por estafa; individuos
que se autoinculparon y por lo menos otras siete personas acabaron en la
comisaría acusadas del crimen más famoso de la época. No faltaron detalles insólitos:
un caballero se presentó diciendo que había comprado en un remate una
biblioteca de Castillo y que dentro había una regla con sangre del muerto.
Hasta el Dr Vucetich intervino para hacer sus pruebas digitales.
Pero
quien se llevó todas las palmas de la inventiva fue un tal Burgos, un agente de
policía que llegó a fabular una trama (obviamente producto de principio a fin
de su calenturienta imaginación) que terminó con el inocente procurador Pesce detenido
acusado de asesinato e involucrado en imaginarias orgías donde corría el
champagne con una también inexistente amante francesa. Los inventos de Burgos
enredaron al Dr José León Suarez en el caso y también hubo que desmentir una
posible renuncia del jefe de policía Beazley a causa de todo ese desmadre que el
agente había generado.
Mientras
tanto pasaba el tiempo y el crimen de la calle Suipacha quedaba sin resolver.
Pastor Castillo descansaba en una bóveda de la Recoleta mientras en la
prensa gráfica se debatía hasta el más mínimo detalle de su vida. Convertidos
todos en pesquisantes, se barajaban mil y una hipótesis en torno a lo que
habría ocurrido.
Hoy
ya no tenemos a Castillo en Recoleta. Tras varias vicisitudes y traslados sus
restos terminaron en el cinerario general de Chacarita.
Guada
Aballe
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